La resistencia íntima x J.M. Esquirol
La vida en común depende del comer juntos, y de ahí que todas las imágenes de aislamiento -que no de soledad- tengan algo perturbador. El pan, la sal, la fiesta, el duelo y la paz: de todo esto que se comparte depende la siempre difícil y precaria comunidad del nosotros.
El mundo no nos lo pone fácil y, en general, todo cuesta. Nuestras intenciones y nuestros proyectos chocan a menudo con la resistencia que implica la realidad. «La dureza de la realidad», se suele decir, lo que ya es un pleonasmo. Sin embargo, también podemos usar la palabra “resistencia” para referirnos no tanto a las dificultades que el mundo pone a nuestras pretensiones como a la fortaleza que podemos tener y levantar ante los procesos de desintegración y de corrosión que provienen del entorno e incluso de nosotros mismos. Es entonces cuando la resistencia manifiesta un hondo movimiento de lo humano.
¿Acaso sería posible coronar la cima de la montaña más alta sin pasar la noche en la tienda de campaña o en el refugio? De ahí que hayamos señalado que la resistencia como recogimiento no se opone a la idea de proyecto; más bien, desde este punto de vista, se revela como su condición de posibilidad.
El resistente es capaz de renunciar a comodidades y a posesiones; incluso, in extremis, es capaz de sacrificarse. En cualquier caso, lo que cuenta son las distintas modalidades e intensidades de renuncia y desprendimiento. Quien es capaz de renunciar de esta manera es porque sabe—y experimenta—que el «vivir bien» no lo es todo; cree en algo y, por ello mismo, no es nihilista. Su renuncia no busca la gloria, ni siquiera el reconocimiento de los demás; su postura no se exhibe como una bandera; no se convierte en nada brillante ni se usa para ningún tipo de ostentación. La resistencia tiende a ser más reservada que llamativa, salvo que, eventualmente, llamar la atención sea el medio idóneo para alguna forma de acción estratégica.
Posponer es dimitir: tal vez, después, lo perdido ya no pueda recuperarse de ningún modo, o la oportunidad haya pasado y la posibilidad de lo imposible sea su definitiva imposibilidad (básicamente porque nadie lo tenga ya en la cabeza, nadie sueñe con ello).
El resistente sabe que, pase lo que pase, su acción no es absurda ni estéril; confía en su fecundidad a pesar de que ignora cuándo y cómo germinará. Sólo sabe que la gestación se produce manteniéndose al margen, lateralmente.
¿Resistencia íntima? No hay resistencia sin modestia y generosidad. Por ello, la presunción y el egoísmo certifican su ausencia. Narciso no es un resistente.
Conviene subrayarlo para poder introducir luego, sin equívocos, la idea de resistencia íntima. Íntima no en cuanto interior, sino en cuanto próxima, y también en cuanto central, nuclear, del sí mismo. La resistencia íntima se parece a la eléctrica en que, paradójicamente, al resistir el paso de la corriente, da luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el propio camino y que sirve de candil para los demás, guiando sin deslumbrar. No una luz que revela los valores supremos en el cielo de la verdad, ni el sentido oculto del mundo, sino una luz de camino, que protegiéndonos de la dura noche nos alumbra, nos hace asequibles las cosas cercanas y nos conforta.
Siempre se ha sabido que la existencia está expuesta a la disgregación. Si no fuera así, ¿por qué iba a ser preciso preocuparse de nada? Y el cuidado se dirige, propiamente, a lo más cercano.
Por una parte, una filosofía de la proximidad que centra la atención, como ya hemos señalado, en el otro -el amigo, el compañero, el hijo-, en el aire que se respira, el trabajo, la cotidianidad..., así como en las articulaciones del sí mismo (memoria, sentimiento, esperanza...). Capas de intimidad, articulaciones complejas y variables que son cobijo íntimo, resistencia íntima; una resistencia que no ha menester ni de cerraduras para las puertas ni de armas de fuego para las escaramuzas. Y, por otra parte, la reflexión siguiendo el hilo conductor de la resistencia da lugar a una hermenéutica del sentido de la vida; un intento de comprensión del trasfondo de la existencia humana.
El resistente se resiste al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia.
No basta con repetir que, según Nietzsche, uno de los episodios del nihilismo es la situación posterior a la caída de todos los valores tradicionales, uno tras otro. Hay que experimentarlo para entenderlo y, cuando esto ocurre, uno no puede evitar sentir escalofríos.
A grandes rasgos, éste sería el planteamiento nietzscheano: con el término nihilismo se designa la forma y el sentido de la crisis que afecta al conjunto de la civilización occidental. La «decadencia» es la forma más explícita de esta crisis. El punto de partida del diagnóstico es el de la comprensión de la vida como «voluntad de poder». La civilización occidental es decadente porque culmina con el dominio de los débiles sobre los fuertes y, por tanto, sepulta la voluntad de poder. Nietzsche establece dos momentos del nihilismo: el primero correspondería al aniquilamiento de la vida como consecuencia de los valores que se le superponen: el Bien, Dios, la Razón, la Historia... No hay meta en el porvenir (no hay un sentido que alcanzar al final de la historia). El nihilismo consiste en la sensación de que nada tiene valor, en darse cuenta de que no podemos interpretar el sentido de nuestra existencia recurriendo a los conceptos de fin, unidad o verdad. Al diagnóstico sigue una propuesta: la transvaloración de todos los valores para la reafirmación de la vida. El superhombre es una figura de la exaltación de la vida y de la voluntad de poder; voluntad de poder que escoge la vida en vez de la nada.
Sabemos bien que después de alcanzar las cimas más altas no hay nada como volver a casa (al refugio). Pero ¿y si se carece de ella? Haber estado allí arriba, con el frío calando hasta el tuétano de los huesos y con el rostro cortado por el gélido viento como si fueran miles de pequeñas hojas de acero, y después... no tener ni un cobijo ni el calor del hogar, a lo sumo algún sucedáneo.
Se da cuenta de que en la soledad el hombre se enfrenta con su propia nada y, para apartar este espejo, busca continuamente divertirse y estar ocupado. Pero la huida, y sobre todo la huida permanente, no puede acabar bien.
«Toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación».
Por eso, el encuentro consigo mismo también es ambivalente: por un lado, nos pone ante la propia nada; por otro, es el mejor camino hacia la paz.
En Sartre, la mala fe consiste precisamente en huir de la angustia: «Huyo para ignorar, pero no puedo ignorar que huyo, y la huida de la angustia no es sino un modo de tomar conciencia de la angustia».
El trabajo nos libra de tres grandes calamidades: el tedio, el vicio y la necesidad.
La proximidad o, en su caso, el retorno a la proximidad (la casa, la compañía, el huerto, la intimidad...) son camino hacia la presencia y el sentido. En un universo de dimensiones inimaginables, la casa es el rincón que actúa como centro del mundo. Asentamiento, reposo, detención. También por eso la cabaña es más casa que el rascacielos; porque lo que prevalece es el cobijo y el reposo en la intimidad. En las sociedades del bienestar, el esfuerzo por la subsistencia ha dejado paso a otro tipo de esfuerzo: el de la lucha para no disgregarse. Hemos pasado de la resistencia como subsistencia a la resistencia como recogimiento y amparo ante las disoluciones. Y a pesar de que aparentemente el enemigo es hoy mucho menos terrible, los fracasos y las derrotas son mucho más frecuentes. 'Allí a donde se vuelve'. A casa no se va, se vuelve, y se suele volver a casa cada día. Pero retorno, no eterno retorno.
La filosofía de la casa no es la del eterno retorno, sino la del retorno; retorno que, ciertamente, se repite, pero sólo un número finito de veces.
De la casa que tenemos, el don no reside en permanecer en ella desde el principio, ni en salir para no volver, sino en volver. El retorno no está motivado sólo por el extrañamiento o por el extravío; el retorno tiene que ver con un tipo de dislocación, con una diferencia que se halla en el origen de nuestra conciencia. La reflexión es una de las modalidades del retorno.
Darse es servir a los otros de alimento, de compañía, de ternura o de cobijo. De ahí las casas de misericordia, las casas de caridad o los hospitales. La solidaridad tiene forma de casa.
Recoger es agrupar para guardar; dar acogida y refugio para salvaguardar y recogerse, no perderse ni dispersarse.
Los buenos diálogos, los que lo son de veras, son impredecibles; todo depende de las palabras iniciales y de la capacidad para escuchar.
Evitemos buscar siempre lo extraordinario, admirémonos de lo simple y llano y aprendamos a apreciarlo porque, desde cierto punto de vista, es lo más sublime de todo. He ahí la lección.
La característica de la cotidianidad es más bien la repetición y la rutina; pero no exactamente la repetición de lo idéntico (al final siniestro e insoportable), sino la repetición de lo similar, en una especie de síntesis entre lo ya conocido y lo ligeramente nuevo. Los contrastes son evidentes: días laborables y días festivos; esfuerzo, cansancio y respiro, descanso; tener los pies en el suelo y ensueño. Sólo el día festivo convierte la vida diaria en diaria. En la sociedad de la apariencia, la gente suspira por el éxito mediático, o por la vanagloria del pequeño, o no tan pequeño, poder jerárquico, mientras la vida corriente sigue siendo menospreciada. Los modelos sociales tradicionales eran elitistas, así como los románticos, y ahora también los mediáticos (se requiere todavía a una multitud más numerosa para aplaudir a los famosos).
La mediocridad reside en toda pretensión de excelencia que, sin embargo, no se desapega de la banalidad: la fama efímera, las teorías esnobs, la propaganda...
A la pregunta: ¿Cuál es la mejor manera de vivir?, cabe responder que la vida entregada a la aventura, o la vida política (como decía Arendt); o la vida contemplativa (como consideró buena parte de la tradición griega y cristiana).
Mirar bien lo que hacemos cuando hacemos algo nos acerca a la suprema forma de conocimiento que entraña el gesto.
Pastor, carnicero, campesino, cerrajero, masajista...: todos ellos son oficios sabios, de la sabiduría del gesto conformado a través del paso de los días y de la experiencia adquirida. La sabiduría no se improvisa: la complicidad de la mirada del pastor a su perro, el golpe de martillo sobre el hierro candente... La madurez sapiencial se revela cuando el gesto es totalmente obediente a la cosa. En el día a día tiene lugar el trabajo para ganarse la vida y tiene lugar, también, la satisfacción de las necesidades.
Hay contenidos del día a día que no son mediaciones, que no están ahí para llegar a otra parte, sino que satisfacen por sí mismos. Eso hace que el día a día sea camino (en sentido direccional), pero también significado (sentido ya presente de la vida).
La resistencia íntima se expresa negativamente como un no ceder ante las fuerzas y las amenazas disgregadoras. No ceder, no permitir que se pierda algo, no dejar que se nos arrebate lo guardado cuidadosamente. Incluso yendo, a veces, hasta el extremo del no ceder; hasta el punto en que parece que no queda ninguna esperanza.
La experiencia puede tener un carácter prolongado en el tiempo: «hay que ir adquiriendo experiencia», hasta terminar de madurarla como la fruta, o puede darse la experiencia más acotada y, sin embargo, radical y conmovedora. En ambos casos, experiencia implica una metanoia, un cambio en la manera de estar en el mundo y de sentir la vida.
Pensar es una experiencia porque no deja las cosas como estaban. El pensar sitúa en un camino de transformación personal: no sólo al final, sino ya a medio camino, no se es quien se era. Pensar es reflexionar: volverse hacia el sí mismo y hacia la originalidad de la vida, que resulta ser, al mismo tiempo, una transformación, una conversión.
«Hombre, si eres alguien, ve a pasear solo, conversa contigo mismo, y no te escondas en un coro», decía el viejo Epicteto. Ya hemos insistido en que la soledad no es el aislamiento. Soledad y compañía van juntas y se oponen a masificación y a rebaño; muchas agrupaciones no son más que modalidades de la multitud.
La fortaleza es confianza en sí mismo. La fortaleza de espíritu no aguarda victorias que puedan cantarse. Es discreta: quien la posee no presume de ella. El fuerte reconoce su debilidad, del mismo modo que el sabio su ignorancia.
Esta no se expresa ni en el heroísmo ni en la audacia, sino en la firmeza, la fidelidad y la perseverancia. No luce, pero da confianza a quien está al lado, y acoge y ayuda. La fortaleza es, sobre todo, la virtud de quien aguanta.
La resistencia de la fortaleza es casi siempre algo que exige perseverancia, esfuerzo sostenido. Perseverar significa esto: mantenerse firme cuando toca.
Fortaleza como resistencia frente a las adversidades y los golpes de la vida. Fortaleza como resistencia a las «tentaciones».
«Permanece en tu celda, come cuando tengas hambre, bebe cuando tengas sed, pero no hables despectivamente de nadie».
Hazlo así y obtendrás la salvación. En general, no caer en la desmesura, puesto que, para vivir, e incluso para vivir bien, no es mucho lo que hace falta.
La civilización contemporánea se ha comprometido en vías diametralmente opuestas a ésta: se trata de consumir mucho, de abarcar cada vez más y de no parar sino ir cada vez más deprisa. ¿De qué se alimenta la fortaleza? ¿De dónde saca su fuerza la fortaleza? Toda resistencia vive de la esperanza.
Ya hemos dicho que la resistencia no abandona, que es perseverancia. Pero sabe, eso sí, que a veces, tal como dice la letra del tango, hay que dejar paso. Finalmente, uno no puede resistirse al sueño: hay que dormir, y la vigilia, que es resistencia, no por eso pierde la partida.